No es fácil mirar desde un bus el paisaje de "nuestro lindo país colombiano" porque, además de los violentos videos que obligan a ver a los pasajeros y del aire acondicionado bajo cero, tapan las ventanillas con cortinas de terciopelo con bordes dorados, todo en nombre del confort.
(Ahora han agregado la filmación de pasajero por pasajero, dizque por seguridad). A hurtadillas, se ven ríos desbordados, carreteras caídas, pueblos inundados. He andado en los últimos días por Caldas, el bajo Cauca, las sabanas de Bolívar, Cartagena, Ciénaga, Santa Marta: todo bajo agua; la gente se está volviendo anfibia. Como siempre, el General Invierno castiga a los pobres que han sido obligados a vivir a orillas de ríos y carreteras, al pie de barrancos y sobre abismos. El agua se lleva las casas, ahoga las gallinas; las montañas sepultan barrios, escuelas, caminos, puentes. Las represas están a punto de reventar. Con todo —dan ganas de llorar— los niños hacen toboganes en el barro, trampolines en los ríos, barcos en las ciénagas y juegan y ríen. Algunas mujeres lloran: van 136 muertos, 250.000 colombianos entre el agua y un millón de afectados.
Los gremios también lloran: se nos ahogan las flores, los ingenios, los caballos de paso fino; van dos millones de cabezas desplazadas*, 60.000 predios inundados, 40.000 vacas muertas, dicen la SAC y Fedegán, y a dúo gritan: requerimos un billón de pesos para medio sobreaguar. En las bodegas de las Zonas Francas en Mosquera y Yumbo, a donde sólo el agua puede entrar, se pudren la mercancías. Veinte carreteras están paralizadas, miles de tractomuleros escampan entre las cabinas de sus poderosas máquinas. Juan Martín Caicedo opina que las desgracias que sufre el país por causa de las inundaciones se deben a la deforestación de las cordilleras. ¡Eureka! Por fin una queja inteligente. Quizá quiso decir que la culpa la tienen los campesinos que briegan con el rastrojo para cosechar una arroba de maíz en las lomas. Pero quizá también quiso decir: Señores ganaderos, ¡con su pan se lo coman! La ganadería como ideal económico ha derribado montañas y abatido selvas para meter vacas; los azucareros, los arroceros, los paperos —y antes de su ruina, los algodoneros y los sorgueros— obligaron a los campesinos a treparse a las cordilleras. El saldo: montañas peladas que no retienen el agua y la botan como les llega a los cauces de quebradas y ríos. Los cauces se llenan y las aguas se enloquecen y se llevan a su paso lo que topan. Las consecuencias: las que vivimos.
En la sabana de Bogotá, los antiguos vallados, canales que drenaban el gran humedal que fue el valle de los Alcázares, y que servían también para dividir fincas y potreros, han sido destruidos por la expansión urbana de la capital y satélites y la construcción de mil carreteritas. Lo mismo ha pasado con los humedales que sobrevivieron —con excepción del de La Conejera—: los taparon para ampliar fincas y hacer urbanizaciones. El precio que hoy hay que pagar es alto en vidas y estragos. Preparémonos para las epidemias de malaria y dengue cuando deje de llover. El billón de pesos que piden los gremios para indemnizarlos debería más bien ser invertidos en reforestación de cuencas, siempre y cuando no sea con pinos para Cartón de Colombia.
Por: Alfredo Molnao